14/05/2014

14May

No sé cómo remunera Google a sus abogados, pero estas últimas semanas tienen mucho trabajo. La sentencia del tribunal de Luxemburgo, conocida ayer, sentará jurisprudencia fuera del ámbito planteado por el denunciante [simplemente fue el primero entre decenas que llegó a la línea de fondo]. La descripción más elemental es que el fallo establece un «derecho al olvido», por el que cualquier ciudadano [o sus descendientes, llegado el caso] podrá exigir que se eliminen de los resultados de búsqueda aquellas menciones personales que, con independencia de su veracidad y vigencia [un impagado, un embargo, una denuncia, una indiscreción, un insulto, una foto ´robada`, un vídeo chocante,…] el interesado considere lesivo para su reputación.

Según el fallo, aquel ciudadano que se considere agraviado por la aparición de su nombre en un contexto inapropiado, podrá reclamar que sea borrado del motor de búsqueda, que de este modo pasa a ser responsable directo ante el interesado. No valdrá el argumento habitual de que un algoritmo neutro se ha limitado a enlazar con un sitio web tercero al que, en todo caso, debería dirigirse el demandante. El responsable pasa a ser el intermediario, que contradictoriamente suele defenderse con la teoría de la ´desintermediación`.

Esta es una asignatura muy densa para mí, pero si no he entendido mal la primera lectura, me da que el alcance del fallo llega mucho más allá de Google, hasta convertirse potencialmente en el esbozo de un código de conducta por escribir, que abarcaría a todos los que intermedien en la provisión de contenidos. Siempre y cuando exista voluntad de aplicarlo, claro está.

En esencia, puede decirse que es una bofetada a la omnipotencia de quienes, con la excusa de ser meros vehículos, tratan de desentenderse de la licitud de los contenidos que sirven a los usuarios. Un fallo no resuelve la infinidad de cuestiones que se van a suscitar a partir de ahora. Y la desabrida primera reacción de Google [«…decisión decepcionante […] estamos muy sorprendidos […] vamos a dedicar tiempo a analizar sus implicaciones»] es una muestra de perplejidad. Contra el fallo de Luxemburgo no hay apelación. Dicho sea de paso, apuntala otros procesos que Google tiene abiertos en Europa relacionados con la protección de datos y la privacidad.

Es previsible que se abra un debate público acerca de si es legítimo cargar sobre las espaldas de un intermediario la función de aplicar criterios éticos que, por cierto, en la legislación no están consolidados porque Internet ha sorprendido a los juristas mirando hacia otro lado. En la práctica, hay un vacío jurídico: a Google (como a sus iguales o rivales) les ha tocado hacer de porteros, y ahora se les pide que sean también vigilantes.

En rigor, el debate ya ha comenzado. Al Wall Street Journal le ha faltado tiempo para calificar el fallo como un pretexto proteccionista, «una barrera contra el libre movimiento de los datos de las empresas». Es una referencia explícita a la voluntad europea de regular aspectos opacos del cloud computing: apunta el diario que «a los clientes globales se les están poniendo cortapisas para trabajar con proveedores globales como ellos […]». Se huele el inconfundible tufillo antieuropeo de la prensa conservadora americana.


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